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lunes, 5 de septiembre de 2011

Tubo de ensayo


Un montón de ideas, de palabras revolotean por su mente, se acercan, se alejan, no se dejan atrapar para quedarse en un papel, en orden, expresando sentimientos, contando historias, haciendo reir o llorar, desahogando el espíritu. Las ideas y las palabras que las representan pueden comportarse en ocasiones como estrellas fugaces, como una lluvia de estrellas en las noches de agosto, bellas y huidizas, refulgentes por sí mismas, ágiles, inquietas, casi entrechocándose en su deambular, como si no soportaran el calor estival.
Hay que permitir que las ideas y sus palabras se comporten de forma natural, pero se agradece que a veces se detengan un poco en su agitada carrera y se dejen atrapar y se dejen dibujar. Es entonces cuando se dejan tocar, manosear si cabe, y se muestran generosas, ricas, caprichosas. Hay que permitir que las palabras se comporten de forma natural, como todo en la vida, sólo así serán auténticas cuando las encontremos en un poema, en una historia.
Pero es duro observar cómo pasan por delante de las narices, burlonas, porque en esas ocasiones, se agolpan las ideas sin poderse ordenar en fila, como los niños en el patio del colegio para entrar en la clase tras el descanso del recreo. En esas ocasiones uno se queda como mudo y manco, impotente para expresar todo el potencial que le brota de su corazón, a punto de estallar por guardar silencio.
Para romper el hielo no se puede hacer nada porque hay que esperar a que las palabras abandonen su infantil juego del corre que te pillo. Y cuando finalmente se sientan a descansar, la boca habla por la mano que escribe. Las palabras toman orden y forma y se siente que el aire llena los pulmones e inunda el pecho, barriendo con su brisa la impotencia del silencio contenido.
Eso es lo que ocurre cuando se quiere contar toda una historia o muchas, de golpe, pero no se siente serenidad para asentar ideas, ordenarlas y darles forma con palabras. Éso también es lo que ocurre cuando finalmente se puede empezar a escribir; uno siente como si se fuera desahogando poco a poco, despacio, sin pensar, quedándose vacío momentáneamente, como el niño que llora, como el hombre que llora, desconsolado, hasta agotar sus lágrimas, hasta ahogarlas con un suspiro, al menos por esa vez, aunque la escena se vuelva a repetir una y otra vez, como las olas que vuelven a la orilla para romper en la arena mojada de la playa, una y otra vez...
Cascada en el camino a Peñalba de Santiago (El Bierzo).
Tomada por: MVV (Agosto, 2007)

Las historias, las historias... Realmente todas las historias pueden ser semejantes, tienen argumentos similares. La diferencia estriba en cómo las viven las diferentes personas, en cómo las cuentan los diferentes narradores. Las historias son partes de la vida misma y en la vida de las personas los móviles y los hechos y las consecuencias se repiten una y otra vez. La vida no tiene nada nuevo, todo se vuelve a producir como en una noria de feria que gira; lo nuevo viene aportado por las peculiaridades y las diferencias del que sube en cada cuna de la noria, o por los matices de percepción de cada uno de los viandantes que se detienen a observarla mientras gira y gira...

En Enwebada, en Micros

martes, 12 de julio de 2011

El viaje

Tomada de aquileana.wordpress.com
(Google images, filtro estricto)
Con la esperanza y la cuenta de los días (o noches) perdida, arañaba el fino cuarzo que la mantenía cautiva con la infructuosa intención de ir haciendo marcas que la ayudaran a saber desde cuándo estaba allí.
La concepción del universo circundante era por completo diferente a la que había conocido -allí no había ni tarde ni mañana, ni noche ni madrugada- y éso aumentaba aún más su desconcierto. Desorientada, sin consuelo, por una rendija de su aparente diáfana prisión, lo único que acertaba a ver era un fugaz destello, posiblemente causado por una lejana descarga electromagnética, o tal vez, por la colisión o el rozamiento de algún fotón.
Podía contar y contaba en grupos de sesenta, simulando segundos que unidos eran minutos y luego pasaban a ser horas, pero su tiempo allí no servía; su reloj parecía averiado, y las franjas que iba contando la iban a volver loca porque no tenía forma de anotarlas. Su GPS tampoco funcionaba y aunque así hubiera sido allí las coordenadas eran desconocidas e incomprensibles para su entender.
Sólo le quedaba esperar, sin saber bien qué, y no perder la conciencia ni las fuerzas que ya empezaban a fallarle por falta de alimentos habituales, a pesar de que en algún momento, periódicamente, por una apertura en la “pared” que se cerraba de inmediato, dentro de una vasija con similitudes con un narguileh o cachimba, le suministraban un líquido de sabor indeterminado e incomparable con cualquier sabor conocido. La ingesta la iba manteniendo pero no era suficiente. ¿Cuándo y cómo saldría de allí?
De sus carceleros lo único que sabía era que no la habían agredido, ni interrogado; le habían dado un trato correcto pero distante, sin ofrecerle posibilidad de entablar comunicación a pesar de sus intentos. Todavía recordaba que en un primer momento pudo ver su aspecto, similar al de un centauro erguido, de caminar majestuoso, y también la apariencia, entre lumínica y etérea. No sabía nada de los otros tripulantes que iban con ella en el viaje. Si hubiera sabido que los tenía justo tras la “pared”, intentando marcar el tiempo infructuosamente, haciéndose tantas preguntas como ella, desorientados, sin casi esperanza y consuelo, como ella, alimentándose de aquel líquido con sabor imposible de definir; si al menos todos lo hubieran adivinado, habrían intentado entablar comunicación, acordar reunirse, planificar una huída, aunque sin saber bien a dónde, ni cómo.
Tomado de oni.escuelas.arg.edu
(Google images, filtro estricto)

Entre toda esa confusión interminable le venían al recuerdo imágenes, diálogos de momentos pasados, de momentos felices, de otros difíciles: su casa, los paseos junto a la orilla del río, las visitas a sus padres en las tardes de los sábados, las risas de sus hijos en la calle, las mañanas de verano en alguna playa norteña, acantilados escarpados, bellos y peligrosos, misteriosos y cautivadores. Revivía para mantener un hilo de esperanza, para seguir atada a lo conocido, y a ráfagas lo iba consiguiendo: divertidas partidas de parchís, una buena copa en aquel pub, su música, las charlas y risas con los amigos, recoger a sus hijos del colegio, observar los pájaros mientras picoteaban las migas de pan del desayuno. Recordar aquella noche de un 5 de enero cuando la sorprendieron, le pintaron la cara de negro y la subieron a la carroza para completar los pajes de Baltasar en la cabalgata de Reyes Magos mientras en casa la esperaban que volviera de comprar el pan para la cena, y la sorpresa de todos cuando los saludó mientras veían pasar la cabalgata desde el balcón y la descubrieron como parte del cortejo. Las puestas de sol y de luna en el mar sereno del sur, el recuerdo de aquéllos que ya no estaban y que ahora, especialmente ahora, sentía tan cercanos.
Allí no podía fumar. Bueno, y es que tampoco tenía tabaco porque el último se lo fumó al iniciar el viaje. Pero ahora le hubiera gustado fumar uno, al menos uno, sin saber por qué ni para qué, igual para matar el tiempo, ese tiempo que era incapaz de contabilizar por mucho que se empeñaba. Ni escuchar una canción, ni leer tampoco podía. ¿Cuánto más soportaría el encierro?

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Había transcurrido ni se sabe cuánto, pero debía ser mucho tiempo porque notaba que su pelo había crecido y sus uñas también, y a pesar de que no podía ver más allá de la claridad que le llegaba a través de aquella pared de cuarzo, sí pudo apreciar un sonido como de voces, cercanas, pero era incapaz de entender lo que decían, ni siquiera sabía si conocía el idioma en el que hablaban. Pero parecían muy cercanas, casi como si estuvieran a su lado. ¿Serían los otros tripulantes o serían los centauros que la retenían?.
Tragó saliva, como preparándose para lo que pudiera ocurrir. Tenía miedo. La claridad era cada vez mayor, casi cegadora, y sentía que los sonidos de las voces cada vez más cercanos la aturdían. Quería ver y por más que se empeñaba no lo conseguía. El pánico se estaba apoderando de ella y empezaba a tener pequeñas convulsiones que atribuyó al miedo mismo, más aún cuando notó que algo la rozaba, algo o alguien la tocaba, la estaban como zarandeando, sentía que la besaban. Un sonido gutural aprisionado brotó de su garganta, liberando toda la emoción contenida, un grito y el llanto junto con el terror escrito en las facciones de su rostro.
Pudo verlos entonces. Allí estaban.
Cuando los vió y fue capaz de tocarlos pudo empezar a entender, dentro de su confusión, que algo importante había ocurrido, que algo importante estaba sucediendo. Su respiración dejó de ser agitada, se estaba tranquilizando, incluso esbozó una tímida sonrisa: ahora los veía mejor. Pero no sabía aún cómo había llegado allí ni por qué y tampoco sabía qué había ocurrido exactamente.

Algunos días después lo supo, tuvo que digerirlo despacio, ir asumiendo que todo había sido, sin serlo, como un sueño. Uno de sus hermanos le explicó que acabada de despertar de un estado de coma en el que había permanecido más de un mes tras el terrible accidente de tráfico.

En Enwebada, en Micros.
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